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Miércoles, 10 de Diciembre de 2025

Redacción
Martes, 09 de Diciembre de 2025
MADRID

Cuando la Fiscalía quiebra su propio deber de reserva

Hoy se ha hecho pública la STS 1000/2025 por la que se condena a Álvaro García Ortiz a dos años de inhabilitación por un delito de revelación de secretos y multa de 7.200 euros, así como el pago de una indemnización de 10.000 euros al empresario Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso y procesado por fraude a Hacienda.

Pero la Sentencia no es solo la crónica judicial de un exceso. Es, ante todo, un recordatorio solemne de que las instituciones que están llamadas a proteger la legalidad pueden también vulnerarla, y que el Estado de Derecho —para ser creíble— debe tener mecanismos eficaces para corregir esas desviaciones, incluso cuando el investigado es quien ostenta la máxima autoridad del Ministerio Fiscal.

El fallo concluye que el Fiscal General del Estado divulgó información reservada procedente de un procedimiento penal en fase embrionaria. Lo hizo, además, en un contexto de máxima exposición política, permitiendo que un correo confidencial, que afectaba al derecho de defensa de un ciudadano, acabase convertido en munición mediática. No fue un error administrativo, ni un malentendido comunicativo: fue una quiebra del deber de reserva que constituye la base ética y jurídica de la función fiscal.

Porque la reserva no es un capricho formal. No es una etiqueta protocolaria ni un sello de “uso interno”. Es la frontera que protege al investigado frente al poder del Estado, esa asimetría esencial que el Derecho solo equilibra imponiendo límites estrictos a quienes manejan información sensible. Cuando esa frontera se diluye deliberadamente —y más aún si se hace para “ganar el relato”, como refleja el propio relato fáctico de la sentencia— se erosiona la confianza en el Ministerio Fiscal como garante imparcial del proceso penal.

La magnitud del caso no deriva solo del cargo del condenado, sino del mensaje institucional que proyecta. Una Fiscalía que exige confidencialidad a la ciudadanía debe ser, ella misma, ejemplo de discreción, prudencia y escrupulosidad. La protección de datos procesales no puede ceder frente a la urgencia mediática ni frente al instinto político de controlar la narrativa pública. Un Ministerio Fiscal fuerte no es el que ocupa titulares, sino el que renuncia a ocuparlos cuando para ello habría de sacrificar principios.

La sentencia también deja una advertencia para el debate contemporáneo sobre la transparencia institucional: informar no es lo mismo que exponer. El derecho a conocer la actuación del Ministerio Fiscal es perfectamente compatible —y debe serlo— con la preservación de datos cuya divulgación compromete la presunción de inocencia, la igualdad de armas y el equilibrio procesal. Confundir transparencia con filtración es un error que desfigura la esencia del servicio público.

Esta Gaceta no celebra condenas. Las condenas nunca son una buena noticia. Pero sí afirma, con serenidad, que el Estado de Derecho ha funcionado. Que ningún cargo está al margen del Código Penal. Y que la garantía última de los derechos fundamentales no reside en la intención subjetiva de quienes los gestionan, sino en los contrapesos democráticos que impiden que la discrecionalidad se convierta en arbitrariedad.

En tiempos donde la política busca permanentemente influir sobre el ámbito judicial, la sentencia recuerda que la justicia no debe ganar relatos, sino preservar garantías. Y que la legitimidad de las instituciones se construye, precisamente, cuando son capaces de corregirse a sí mismas.

Ésa, y no otra, es la esencia del Estado de Derecho que debe tenerse en cuenta cada día.

(El texto íntegro de la sentencia puede consultarse debajo de esta noticia).

 

 

 

 

 

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